Alberto Pérez, el Trovador Paisajista

Recuerdo de Chicho Sánchez Ferlosio

Chicho Sánchez FerlosioNOSTALGIA CHICHESCA

Llegabas siempre con tiempo, y esperabas a que fueran las diez en punto en tu reloj para llamar al timbre. Pasábamos directamente a la cocina y, mientras yo preparaba la bandeja con el café, el ron y todo lo demás, me contabas las incidencias del trayecto en bicicleta o en 850 desde tu casa. A veces, tu relato se alargaba hasta la hora de comer, y entonces nos bajábamos al bar de la esquina a reponer fuerzas; aunque tú, lo único que tomabas era un helado de tres bolas con un chorro de coñac.

Al volver a casa, mientras te hacías la primera pipa y yo abría las ventanas, abordabas con decisión el balance del trabajo realizado la víspera, y ya no parábamos hasta por la noche. Si, por el contrario, iniciábamos la sesión sin preámbulos, hacíamos un descanso a media mañana, en el que tú me leías, en italiano, algún fragmento de la Divina Comedia y yo te daba a conocer alguna rareza musical. Le cogiste afición al bullerengue colombiano y a la trova yucateca de los años veinte.

En verano, por la tarde, cuando el calor nos vencía, nos echábamos una pequeña siesta, uno en el sofá y otro en la alfombra, antes de continuar. Nos habíamos propuesto poner en marcha un baile con canciones originales, y estuvimos trabajando en él alrededor de dos años, sólo interrumpidos cuando yo salía de gira. Partimos de una colección de piezas compuestas previamente, a las que fuimos poniendo letra sin prisa, recreándonos en el origen y carácter de cada género.

Un día llegaste con casi dos horas de retraso y me enseñaste, como justificación, la copia de una queja que acababas de presentar en la Oficina del Consumidor, por los efluvios que despedía una chuleta de Sajonia a la que habían manipulado la etiqueta de caducidad. Aquel día, por cierto, debió de ser uno de los pocos que hiciste la compra en tu vida, aunque, como le dijiste a Rosa, la hiciste “de corazón”.

Otro día, apareciste vestido con un traje que te había comprado tu madre esa misma mañana para que la acompañaras al médico, y no dudaste en tirarte al suelo para, tomando como unidad de medida tu propia estatura, calcular la última marca olímpica de salto de longitud.

Uno de nuestros momentos más esperados era el de contemplar, recién impresa, la versión definitiva de una canción, para después registrarla, cosa que, sin embargo, nos llevaba siempre a discutir, pues cada uno se empeñaba en que el otro había trabajado más, y, por lo tanto, debía asignarse una mayor parte de los derechos. Pero una vez tuvimos una discusión muy seria, que duró casi dos semanas, por un slow que se nos resistía, y al final me pediste licencia para “realcoholizarte”, mientras yo me encargaba de terminarlo.

Sin embargo, a los pocos días, cuando ibas con el coche por la calle Alcalá, diste con la estrofa completa que nos faltaba para rematar un fox, también rebelde, y te paraste en la primera cabina telefónica que encontraste para dictármela, antes de que se te olvidara, sobre el fondo de cláxones del atasco que habías formado.

Viviste con emoción los pasos siguientes a la composición de las canciones -nuevos para ti-, como la escritura de los arreglos, los ensayos con la orquesta y, sobre todo, su estreno en la pista de baile. No sé de dónde te sacaste ese paso tan endiablado que te servía para bailar todos los ritmos, desde el vals hasta el rock, y que producía consternación en los danzantes.

Todavía tuvimos ocasión de compartir algunos proyectos antes de que tus achaques nos lo impidieran, y, ya en el hospital, nos dedicamos simplemente a dejar pasar el rato, aunque a veces, también, a pensar en nuevas invenciones. Yo te tenía al corriente de la suerte que iban corriendo nuestras canciones, y me pedías que te cantara algún anticipo de las versiones a capella que estaba haciendo.

Me dibujaste el esquema de todos los tubos que tenías puestos y me explicaste el orden en que tenía que sujetarlos para que pudieras llegar hasta el cuarto de baño a fumarte un cigarrito de los tuyos. Previamente y según tus instrucciones, yo había salido a explorar al pasillo y había perfumado el servicio con colonia.

Cuando te quedabas dormido, me ponía a pensar en lo mucho que había disfrutado contigo a lo largo de esos 15 años en que te había tratado casi a diario. Recordaba tu dieta veraniega a base de polos de chocolate, con la perrita Tina esperando su parte; la exhibición de salto que le hiciste a tu sobrinita en el somier del corral del pueblo; la crisis mística que te sobrevino al volver a escuchar la ranchera “Hace un año”; las visitas que me hacías al camerino, temblando, cuando yo estaba a punto de salir al escenario, para decirme que no me pusiera nervioso; las evocaciones de tu infancia en Coria y la reverencia con que te referías a tus padres y hermanos. Y me admiraba el que, siendo tan locuaz, no te hubiera oído jamás hablar mal de nadie.

Hiciste canciones memorables, que cantabas maravillosamente, y no había nadie que leyera ni recitara como tú. A veces, me imagino que son las diez en punto, suena el timbre y eres tú.

Prólogo para el libro “De Chicho” (Hiperión, 2008)